Celebración de los 50 años del Monasterio Nuestra Señora del Rosario

El Monasterio Nuestra Señora del Rosario celebró sus 50 años de vida. En la celebración, Mons. Marcelo Colombo agradeció su presencia en nuestra diócesis.

Compartimos las palabras de nuestro pastor en la homilía.

HOMILÍA EN LA CELEBRACIÓN DE LOS CINCUENTA AÑOS DE FUNDACIÓN DEL MONASTERIO “NUESTRA SEÑORA DEL ROSARIO” (Guaymallén, 23 de julio de 2022)

Queridos hermanos,

Nos hemos reunido para dar gracias a Dios por los cincuenta años de vida de este Monasterio de Nuestra Señora del Rosario. “El Señor ha estado grande con nosotros” (Salmo 125,3), al asegurarnos la presencia de esta Casa, destinada a la oración, vida fraterna y reflexión, según el espíritu de Santo Domingo de Guzmán, como un pulmón de luz y paz irradiado sobre nuestra Arquidiócesis.

La Crónica de aquel 2 de julio de 1972, lleno de esperanza fundacional, nos acerca las palabras de Mons. Maresma, al referirse al magno acontecimiento que estaba teniendo lugar:

«Hoy ha llegado la bendición, la salvación a esta casa, a nuestra Ciudad, a nuestra Arquidiócesis, a toda la región de Cuyo con la venida de estas religiosas que tienen la misión de hacer presente en la Iglesia a Jesús orando en el monte.”

Cincuenta años expresan en números el tiempo transcurrido, pero bien sabemos que, desde nuestra perspectiva creyente, se trata de algo mucho más que una cifra: Se trata de un tiempo de Dios en nosotros que da sentido y plenitud a cada jornada vivida en su presencia, lo cual no puede medirse sino a través de los innumerables frutos testimoniados a lo largo de estos años.

En la primera lectura, el profeta Isaías nos refiere la personalísima intervención divina entre sus hijos, a quienes no desatiende en su fragilidad, en sus angustias y en sus necesidades, a quienes lleva consigo a lo largo de las generaciones.

Esa intervención divina entre nosotros, se hace plena y definitiva, con la presencia en nuestra carne del Mesías esperado, que nos ha colmado de bienes con la riqueza de su Palabra y del conocimiento trasmitido con su testimonio, según no recuerda Pablo en la carta a los Corintios. Él ha hecho patente la fidelidad de Dios, y en comunión con Él, afirmamos nuestros pasos porque nos bendice y ayuda a ser fieles.

En el Evangelio de la Visitación, María proclama la obra del Señor en Ella y en su pueblo, una acción de Dios verificada en la historia de los hombres para nuestro bien. La alegría del encuentro de María y su prima Isabel precede al Magníficat y nos ayuda a entender los motivos de esta alabanza, al reconocer la presencia viva del Redentor entre ellas. María, causa de nuestra alegría, testimonia la justicia y la misericordia de Dios a través de los tiempos. En su divina Providencia, la ha escogido para ser signo de felicidad para los hombres, una felicidad imperecedera, una felicidad sin opacidades ni límites.

En María todo es amor de elección del Señor. Toda de Dios y toda nuestra, la Virgen nos invita a alegrarnos con Ella y a dejarnos esperanzar ante la presencia viva del Señor que nos la entrega como Madre y Maestra. Así también, al modo de María, “la vida contemplativa femenina ha representado siempre en la Iglesia y para la Iglesia el corazón orante, guardián de gratuidad y de rica fecundidad apostólica y ha sido testimonio visible de una misteriosa y multiforme santidad.” (Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 46; Decr. Christus Dominus, 35; ID., Decr. Perfectae caritatis, 7.9; CIC c. 674.)

La linda preparación que armaron las hermanas para este tiempo y que anticipó esta celebración, nos puso en contacto con testimonios muy valiosos sobre esta obra de la benevolencia del Señor que es el Monasterio Nuestra Señora del Rosario.  Como ante la zarza ardiente, nos acercamos para descubrir los pasos de Dios a lo largo de estos años y vemos los frutos de una presencia orante y cercana a la comunidad eclesial mendocina. Intercesoras ante Dios por nuestras intenciones, las hermanas nos hacen notar suave y eficazmente, que el Señor nos llama a una vida austera, simple y devota, capaz de darlo todo por su Reino.

“Queridas Hermanas contemplativas, ¿qué sería de la Iglesia sin Uds. y sin cuantos viven en las periferias de lo humano y actúan en la vanguardia de la evangelización? La Iglesia aprecia mucho su vida de entrega total. La Iglesia cuenta con su oración y con su ofrenda para llevar la buena noticia del Evangelio a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo. La Iglesia las necesita.

No es fácil que este mundo, por lo menos aquella amplia parte del mismo que obedece a lógicas de poder, de economía y de consumo, entienda su especial vocación y su misión escondida, y sin embargo la necesita inmensamente. Como el marinero en alta mar necesita el faro que indique la ruta para llegar al puerto, así el mundo las necesita a Uds. Sean faros, para los cercanos y sobre todo para los lejanos. Sean antorchas que acompañan el camino de los hombres y de las mujeres en la noche oscura del tiempo. Sean centinelas de la aurora (cf. Is 21,11-12) que anuncian la salida del sol (cf. Lc 1,78). Con su vida transfigurada y con palabras sencillas, rumiadas en el silencio, indíquennos a Aquel que es camino, verdad y vida (cf. Jn 14,6), al único Señor que ofrece plenitud a nuestra existencia y da vida en abundancia (cf. Jn 10,10). Como Andrés a Simón, grítennos: «Hemos encontrado al Señor» (cf. Jn 1,40); como María de Magdala la mañana de la resurrección, anuncien: «He visto al Señor» (Jn 20,18). Mantengan viva la profecía de su existencia entregada. No teman vivir el gozo de la vida evangélica según su carisma.” (Francisco, Constitución apostólica Vultum Dei quaerere sobre la vida contemplativa femenina, (2016), 6)

Esta Iglesia mendocina, a través mío, les agradece los años de vida derramada por amor a Cristo, con la suave fragancia de la fidelidad de aquellas vírgenes del Evangelio que, prudentes, mantuvieron la llama encendida a la espera del Esposo. Ponemos en sus manos suplicantes nuestros ruegos en estos tiempos complejos que enfrentamos como país y como Iglesia. Lleven siempre al Padre, nuestras preces por las familias más pobres, por aquellas otras que no vislumbran con esperanza el futuro de sus hijos, por nuestros ancianos empobrecidos, despojados de su lugar en la sociedad, por el cuidado de nuestra Casa común y por la recuperación de nuestra vida social y económica en la que todos tengan un trabajo digno para obtener con su esfuerzo el sustento cotidiano.  

Intercedan ante el Padre por esta comunidad eclesial llamada por Jesús a ser levadura en la masa, fundada sobre el Evangelio y animada por la renovación espiritual y pastoral suscitada por el Concilio Vaticano II, en la que siempre se cultive la gran tradición de la Iglesia, la caridad que Cristo vino a establecer entre los hombres.

Madre del Rosario, te encomendamos a tus hijas aquí congregadas en tu nombre para el seguimiento del Señor en el espíritu dominicano, dales siempre aquella constancia en la fe y la perseverancia en el buen obrar. Que atentas a tu indicación, hagan siempre lo que Jesús les diga.