Mi último encuentro con Juan Pablo II

 

Nota de Mons. José María Arancibia para el Suplemento Especial de Los Andes sobre el Papa Beato Juan Pablo II

Cuando el Cardenal Karol Woltyla, arzobispo de Cracovia (Polonia), fue elegido Papa en 1978, no me imaginé que mi vida iba a estar tan ligada a su persona, y a su largo pontificado. Apenas había sabido de él, por sus intervenciones en el Concilio Vaticano II, y en algunos sínodos. De todos modos, viví con sorpresa la elección de Juan Pablo II.

En varias ocasiones me han preguntado sobre su persona y su magisterio, sobre todo en los últimos tiempos. Sus múltiples viajes y su amplia enseñanza, lo hicieron cada vez más conocido y popular entre la gente. Al cumplir 25 años como Papa (2003), aparecieron numerosas publicaciones y comentarios. Más todavía, cuando partió de este mundo a la casa del Padre (2005). En esas ocasiones, aporté de mi parte, cuanto pude.

Esta vez, quisiera poner la atención sobre mi último encuentro con él, en febrero del 2002. No puedo negar que para mi fue realmente impresionante, por varias razones.

Cada cinco años, aproximadamente, los obispos católicos damos cuenta al Papa y al Vaticano, de la situación de la diócesis, y de nuestra acción pastoral en ella. Se realiza con un extenso informe escrito, y con entrevistas personales en Roma. El encuentro con el Papa suele ser el más esperado. En esos días, y desde hace siglos, se acostumbra visitar y venerar también las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo, elegidos por el mismo Jesús para fundar su Iglesia.

Varias son las visitas que realicé como obispo, en los años del Papa Juan Pablo II. Primero como auxiliar de Córdoba y secretario de la Conferencia Episcopal Argentina (1989). Luego como coadjutor de Mendoza, acompañando a Mons. Cándido Rubiolo (1995). La tercera y última, como arzobispo de Mendoza (2002), que ahora comento.

Era la primera vez que me encontraba con el Santo Padre, en mi condición de obispo a cargo de una diócesis. Más de seis años llevaba en mi tarea pastoral. Muchas cosas tenía para contar al Papa, otras para preguntarle, con el vivo deseo de compartir con el sucesor de Pedro, mi experiencia apostólica. Ya no lo encontré con el vigor y el entusiasmo de años anteriores. Estaba cansado. Agobiado por el peso de los años, de los accidentes padecidos, y de la grave enfermedad, que no podía ni quería ocultar. Nuestro diálogo fue bastante breve. No obstante, lo viví intensamente.

Sobre su escritorio tenía un atlas, en el cual me pidió ubicar Mendoza. Juntos hicimos memoria de su paso por aquí, en 1987. Todavía recordaba, que ésta era tierra de turismo, de viñedos y de buenos vinos. Interpretando el sentir del pueblo católico, le agradecí su testimonio de vida y su abnegada acción pastoral. En nombre de la diócesis, le presenté un saludo cordial, nuestra filial adhesión, y le pedí una bendición para todos. Me había impresionado su documento programático para el tercer milenio, al concluir el gran Jubileo del 2000, impulsando una pastoral más orgánica y misionera en todas las diócesis. Así se lo manifesté.

Dada la particular situación ¿qué asuntos pastorales podía confiarle? Me pareció interesante comentarle nuestro esfuerzo por diseñar un plan diocesano de pastoral, con prioridades, objetivos y estrategias. En ello estábamos comprometidos desde algunos años atrás. Para llevarlo adelante, necesitábamos descubrir vocaciones apostólicas de sacerdotes, diáconos y laicos. De otro modo, sería imposible emprender una actividad pastoral más dinámica en la evangelización, la misión y la caridad.

El Papa Juan Pablo II me escuchó atentamente, pero no hizo comentario alguno. En cambio, formuló algunas preguntas. ¿Cuántos habitantes tiene Mendoza? ¿Cuántas parroquias? ¿Cuántos sacerdotes? ¿Son realmente suficientes? ¿Hay vocaciones? ¿Cómo han vivido el Jubileo del 2000? Respondí a todas con la brevedad que exigía el momento. Advertí enseguida, que su interés coincidía con una de mis mayores preocupaciones. Consciente, entonces, de estar ante un hermano mayor, que había gastado su vida entera por Dios y por el Evangelio, me atreví a confiarle que la misión episcopal resultaba exigente y ardua en este tiempo. Siento que la tarea me supera -le dije- y que debo pedir una y otra vez al Señor, que me ilumine y sostenga.

La entrevista personal de cada obispo con el Papa, se completó en esa semana con una Misa concelebrada con él, en su capilla privada. Y con un almuerzo, al que fuimos invitados en grupos de diez o doce obispos. En esos encuentros pudimos dialogar sobre la situación general de la Argentina y del mundo. Finalmente, recibiendo a todo el grupo, nos entregó el mensaje que se publicó en su momento.

¿Cómo puedo concluir mi testimonio de esta experiencia? Me hubiera gustado encontrar al Papa Juan Pablo como años atrás, y conversar otros temas con él. Pero debo reconocer que, de tantos años en que apareció fuerte, vigoroso y andariego, tengo mucho que agradecerle. Sus vivencias, consejos y enseñanzas, serán de valor por largo tiempo. Él impulsó una evangelización renovada y comprometida con la realidad, en todas partes, y aún en situaciones muy difíciles. Ahora, me encontraba con él en otras condiciones, y probablemente por última vez. Al verlo frágil, débil y tembloroso, no sólo valoré su fidelidad y constancia, sino descubrí de nuevo a Jesús, que sigue guiando a su Iglesia, a través de signos pobres, en los cuales brilla con mayor vigor su fuerza divina.

Mendoza, 23 de abril del 2011